3.1.07

En el principio era el jazz


Por: Julio Romano
Hay, después de todo (o de casi todo), al final de la semana, una sensación de que algo muere. Una breve noción de que algo acaba y, por tanto, algo nuevo empieza. El viernes no comienza la agonía de la semana. El viernes es la muerte y el sábado y el domingo el duelo; el viernes el ocaso, y el fin de semana la noche. Es en el jueves, y más especialmente en la noche del jueves, cuando la semana empieza a morir, a desvanecerse, a desprenderse de sí misma como el día se desprende del sol conforme éste va descendiendo en el horizonte.

Y de esas pequeñas muertes está repleta la vida y no nos damos cuenta de ello. A cada paso que damos un segundo muere detrás de nosotros, una flor se marchita, un reloj se detiene, un pájaro deja de volar mientras saludamos gente, hacemos planes, tomamos decisiones, cosas que muchas veces también acaban con algo, al menos con un estado de las cosas, que siempre mutan en apariencia impredeciblemente, pero una vez transmutadas podemos ver que lógicamente las cosas tuvieron que haberse sucedido de la manera en que lo hicieron.

Justamente lo mismo ocurre en el jazz, y al hablar de jazz es imposible no pensar en la muerte, en los lentos suicidios de Charlie Parker, de John Coltrane, de Billie Holiday o de Bill Evans, en la música extrapolada de Thelonious Monk, de Coleman Hawkins, de Charles Mingus, de Dizzy Gillespie, de Miles Davis, en la leyenda de Boris Vian, en la entrega de Sara Vaughan, Bix Beiderbecke, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, en la longevidad de Benny Carter, Maynard Ferguson y Elvin Jones, en la majestuosidad de Duke Ellington y Count Basie, en la cursilería de Erroll Garner, Nat King Cole, Art Tatum y Stanley Turrentine, en el ímpetu de Art Blakey, Max Roach y Gene Krupa, y en la resistencia al tiempo de Dave Brubeck, Ron Carter, McCoy Tyner, Claude Bolling y Oscar Peterson y las transfiguraciones de Keith Jarrett, Chick Corea, Herbie Hancock, Jacques Loussier, Jack DeJohnette y Erik Truffaz.

También en el jazz algo muere continuamente, muere la melodía original que dio pie a las improvisaciones de que se nutre el mundo y no solamente la música. Bach y Mozart y Beethoven también improvisaban y eso era jazz, pero no tenemos registro de lo que hacían ellos ante el teclado: sólo de lo que dejaron escrito. Y el jazz no se escribe. El jazz nace con la muerte de lo escrito, cuando, al menos por una semicorchea, la partitura se desgarra y la música es ya otra, es algo que antes de eso no existía y que después de eso no existirá más, es una idea fugaz que expulsa el músico por la boca y por los dedos, una idea que no se concibe, simplemente se ejecuta sin previo aviso y sin planes y sin ensayos. Hay grabaciones, claro, podemos perfectamente en la noche poner A kind of blue o Theory of Art o You must believe in spring o A love supreme, pero no es lo mismo, no es tener a Bird ahí enfrente desgañitándose ante el saxo o a Miles concibiendo al Universo con su trompeta, un Universo que habría de ampliar Coltrane; no es ver a Bill Evans prolongando su vida hasta lo imposible ni a Horace Silver o a Bix escribiendo los primeros capítulos de la historia. El disco es lo mismo una y otra vez, es un fragmento ridículamente pequeño de toda la producción de Dizzy o de Thelonious. Es lo que se pudo recuperar. Lo que no fue capturado por ningún micrófono en las presentaciones de cada fin de semana, en las jam sessions que se improvisaban como el jazz mismo, en la intimidad del músico que explora en soledad a su instrumento y a su propia persona, dos entes ya inconfundibles e inseparables... eso aún se escucha; en algún lado del infinito Universo, infinito como el jazz, resuenan esas notas que muy posiblemente estén perdidas para nosotros, para siempre, o al menos por ahora, mientras estemos en este planeta. Después ya habrá tiempo de buscarla y dejarnos llevar por ella hasta sus mismos orígenes, cuando esos sonidos, dispersos aún, pululantes, no estaban configurados como música y viajaban libremente esperando encontrarse y poder ser escuchados, y para eso tuvieron que pasar millones de años, desde el inicio del tiempo, hasta que una reacción en algún rincón olvidado de la nada produjera la vida, sin previo aviso y sin planes y sin ensayos. Y esa reacción que en el principio dio origen a todo, era el jazz.

Y si bien ahora casi todo lo que tenemos de esa gran explosión de jazz es una mínima parte de todo él, no es para nada despreciable. Es el legado que el jazz mismo decidió dejarnos para hacernos saber que hay mucho más que se llevó consigo para que nosotros, algún día (si es que para entonces el tiempo aún se cuenta por días), lo encontremos. Pero si bien el disco es cíclicamente predecible (a pesar de que cada vez que se lo escucha se descubre algo nuevo, como en toda la música), lo que se opone a uno de los pilares del jazz, que es justamente lo impredecible de la siguiente nota (cuando uno sabe que es Summertime pero no sabe si reconocerá las tres notas de Summertime), hay formas bajo las cuales el jazz sigue siendo un misterio.
Por un lado están los grupos de jazz que se siguen presentando en todos lados, como añorando un tiempo que se niega a morir por completo. También las naturales evoluciones y los nuevos caminos que ha seguido una música que no se hizo para estancarse, desde su separación del ragtime (una forma a la cual se acercó incluso Igor Stravinsky) y de las big bands hasta su fusión consigo mismo y con formas musicales que en principio parecían ajenas a él, pero que no lo son. Las ideas que nosotros mismos tenemos sobre cómo se pudo haber escuchado tal o cual pieza o episodio si en vez de esto hubieran hecho aquello. Y la radio.
Hay, para el escucha, en la programación de la radio algo de esa incertidumbre que hay también en el jazzista que no sabe cómo continuar o, en algunos casos (como Keith Jarrett) cómo empezar. Más que la improvisación interviene, de cierta forma, lo aleatorio, si lo que sigue será bebop o cool o free jazz o fusion o swing, si Red Garland o Gato Barbieri o Lionel Hampton o el Modern Jazz Quartet o Patricia Barber, si Nina Simone o Benny Goodman o Eliane Elias o Eugenio Toussaint, si Gonzalo Rubalcaba o Stan Getz o Béla Fleck o Jaco Pastorius o Diana Krall. Y el jueves en la noche, cuando empieza a morir lo reconocible, la melodía, y con ello la semana, el jazz surge desde una de las profundidades de la radio como puede surgir de muchas otras. Es cuestión también de azares y decisiones, ideas que se ejecutan sin ser concebidas, dar en la noche con síncopas y ritmos superpuestos e improvisaciones y una polifonía impensada que se quedaron capturados con un poco de tiempo en un disco que gira y gira y gira y contiene en su prodigioso proceso de reproducción de sonidos esa esencia del principio de las cosas que es desencadenado por una muerte, por el fin de algo. Incluso antes del principio del Universo, antes del jazz, tuvo que haber algo que le diera origen.
¿Qué es eso que hubo antes del principio? Quizá también era jazz, y quizá era el final de todo.

No hay comentarios.: